Lobios

Si alguien lee este texto se preguntará ¿Dónde está eso?, es obvio,  pues se trata de un municipio gallego casi desconocido, situado en un lugar geográficamente peculiar, en el centro de un meandro del río Limia, aquel en que los romanos pensaban perder la memoria si lo cruzaban y en la ribera del río Caldo, una tierra en la que si te mueves en una dirección estás en Portugal y en otra en Galicia, en la comarca de la Baja Limia.

El nombre de Caldo del río no es gratuito, sus fuentes son calientes y de ahí que en Lobios haya una  poza al aire libre, donde llueva o haga calor la gente se baña, mayormente los portugueses que aparcan allí sus caravanas. A su lado hay un balneario moderno de arquitectura discreta, se sitúa entre el río y la Via VII Astorga-Braga, hoy convertida en un sendero de largo recorrido. Cerca del balneario se encuentra una villa romana, de la que quedan los cimientos y paredes hasta más o menos un metro de altura.

Bordeado de las altas montañas de Sta. Eufemia y Xurés, el río discurre encajonado por un desfiladero denominado Portela de Homen, al que fluyen cientos de regatos, que, en esta época de lluvias inusuales, no había llovido así desde 1947, van caudalosos y ruidosos hacia el río que amenaza con crecer y arrasar el paseo ya destruido en parte. La vegetación frondosa y densa hace del paseo una agradable experiencia, los muros de roca dividen las fincas, éstas están redondeadas y llenas de musgo. Las casas se sitúan a una cota más alta, se arquitectura contemporánea y más bien dañina para el paisaje está apantallada, lo cual se agradece. Geográficamente la zona se corresponde con la configuración topográfica propia de la mayoría de las zonas balnearias europeas en las que la estación termal se sitúa en  fondo de valle.

Este lugar es un buen punto de partida para conocer el territorio, la primera salida a Castro Leboreiro, en nuestros mapas, para los portugueses Laboreiro. El recorrido permite adentrarse en el Parque Nacional de Gerés en portugués y Xurés en gallego, el terreno es muy quebrado, arbolado a media ladera es áspero y desolado en las cotas altas, donde predominan las formaciones rocosas, lugar de cazadores por las gentes que se ven y la comida que ofrecen los restaurantes. El Castro, ya cerca de los 1000m. de altitud, es una zona rocosa bastante hostil, en la cima que divide los valles, que la niebla impide ver , está el castillo mandado construir por el rey D. Dinis allá por el siglo XI, es de forma casi oval, está en ruina, construido en piedra bien  asentada, moldeada por el paso del tiempo, queda algún arco labrado en sus puertas Norte y Sur. En su día debió tener torres, hoy demolidas. Pena que no se pudiera disfrutar de la vista. La aldea a sus pies no está mal, sus calles intrincadas para protegerse del frío alojan arquitectura tradicional en proceso de deterioro.

La zona en tiempos debió de ser rica, a medida que se desciende los hórreos se multiplican, en su día se recogían en abundancia maíz, trigo y centeno. Así aparecen casas hasta con seis hórreos y el magnífico campo de hórreos de Lindoso al que habrá que ir en otra ocasión. Hoy los campos aparecen abandonados, la economía parece dirigida al turismo.

La otra salida es a Gerés otra estación balnearia. El recorrido discurre por una carretera estrecha con fuertes pendientes a la que fluye el agua en grandes cantidades formando pequeñas cataratas que la rebasan, y que en el horizonte son grandes caídas que bajan hasta los ríos que van llenos a punto de desbordarse en un magnífico espectáculo en el que la naturaleza parece desatada. Habrá que esperar a la vuelta para parar en un pequeño mirador para poder disfrutar de la vista.

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La idea es llegar hasta Veira do Río, pero el día no está para esa aventura así que pasamos la frontera, es un decir, y nos quedamos en Gerés, un apacible lugar en el que las casas trepan por las laderas según las curva s de nivel, situándose el balneario en la cota más baja. Éste está enfrentado a una alameda y bordado de una galería formada por  una columnata austera bien labrada. Los hoteles han ido recuperando su antiguo empaque decimonónico, con sus revocos coloreados y las molduras blancas resaltando huecos y cornisas. El ambiente es el que se corresponde con la idea de balneario, relajante y fuera del tiempo.

Por último, la Semana Santa no da para más, y ya bajo el sol y una vez hecho un tramo de la calzada romana, un recorrido de iglesias. Una, entrevista, como una agradable sorpresa, la de Entrimo, aparece de golpe en la carretera, una escultura en piedra increíble. La otra, minúscula, Sta. Comba de Bande, mirando al río, las separan siete siglos, y maneras muy distintas de concebir la religión y la arquitectura que ha de acoger a la comunidad cristiana. Entre una y otra el embalse de las Conchas lleno, como un estanque en calma a un lado y los pescadores aprovechando la jornada y al otro vaciándose con un ruido ensordecedor en medio de cascadas de espesa espuma blanca.

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La iglesia de Entrimo se sitúa al borde de la carretera, precedida por una gran rampa, que resalta sus  grandes dimensiones, y una grada lateral. La iglesia se denomina Sta. María la Real, está en un atrio cerrado, precedida por un tejo gigantesco que casi cubre su amplia fachada, funciona como un espacio de transición antes de enfrentarnos a la magnificencia que se

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despliega ante nuestros ojos. La iglesia desnuda tendría, en su frente, las proporciones de San Andrés de Mantua, la riqueza decorativa de la fachada superpuesta se puede comparar con la más fantasiosa de las iglesias coloniales, dentro de una composición rigurosamente barroca en la que se superponen tres órdenes de columnas salomónicas de labra muy diferente, con un eje central. Sobre la puerta de acceso un ángel músico soporta la cornisa sobre la que se apoya el nicho de la Virgen y más arriba la Stma. Trinidad, flanqueada por columnas adornadas con racimos de uvas, se remata con un tímpano en el que aparecen las armas reales sobre el águila bicéfala colocada en 1739 cuando se acabaron las obras.

La volumetría del conjunto es armoniosa, de cuerpos cúbicos bien ensamblados, liso y sin adornos, salvo las puertas laterales, una más trabajada que la otra  y la imposta rizada sobre un cordón que corre bajo la cornisa, interrumpida bajo el alero de vez en cuando por las gárgolas en apariencia de época anterior. Aparece una cúpula centrada con linterna de la que poco se puede decir ya que la iglesia estaba cerrada. El campanario, también  barroco, es exento, con una balconada de  balaustres de piedra y cupulín coronando el cuerpo de campanas.

Hay que destacar la espacialidad del lugar que bordea la iglesia, la edificación en piedra aparece escalonada, con volúmenes simples de arquitectura  tradicional de calidad, en el que  la casa rectoral, un pazo y una casa blasonada cierran el paisaje, combinadas con la vegetación y las rampas y escaleras que unen los edificios creando un magnífico y variado plano sobre el que se apoya el conjunto.

Sta. Comba, toda discreción, se sitúa en medio de una aldea en un plano más bajo que las casas y próxima al templo parroquial. Esta iglesia junto con la de San Miguel de Celanova son las joyas visigóticas de la zona, construidas ambas en el siglo VII. Ambas son de pequeñas dimensiones,  Sta. Comba se rodea de un atrio y la de Celanova se sitúa en el patio lateral del Monasterio de  de San Rosendo.

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La iglesia está muy bien restaurada, en el exterior unos setos recortados, ajenos a la humildad del lugar impiden su correcta apreciación. El edificio es una acumulación de pequeños volúmenes de distintas alturas, precedidos de un pórtico, cobijan una iglesia de cruz griega con bóvedas de ladrillo, la del crucero es de arista y las restantes de cañon y los arcos fajones de piedra.  La nave central finaliza en  un arco en herradura apoyado en dos columnas de mármol,

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 con capiteles tallados y en intradós el alfa y el omega, el sol y la luna con una apariencia naif. Da acceso a la capilla mayor, al fondo una estatua de San Torcuato, el santo titular, situada delante de una ventana con una celosía de mármol, similar a la de Francelos en Ribadavia. Los paños laterales y el fondo tienen pinturas murales en tonos rojizos fuertes y trazo potente, sobre un fondo claro, al fondo aparecen dos santos dispuestos frontalmente. Sus proporciones otorgan a este templo una espacialidad potente reforzada por una iluminación en claroscuros.

Fin del viaje, ya sólo queda el retorno.