Turín

Nunca me cansaré de insistir en que  una parte importante del éxito de un viaje está en su preparación, así que como recomendación previa nunca está de más añadir tres o cuatro días antes del viaje y más cuando el destino es una ciudad esquiva como Turín, con un escaso amor, en apariencia, por los turistas, una ventaja, la ciudad está vacía, una desventaja también, de turineses, lo que resta ambiente a la ciudad. Y, por tanto, la siguiente recomendación es no ir en agosto a Turín.

Pero una vez hecho el viaje hay que disfrutarlo, si no vuelas a Turín lo más próximo es Bérgamo, una oportunidad para conocer una de las múltiples ciudades menores de Italia, pero con un gran interés. Una ciudad con un recinto medieval, en la cima de una colina, la ciudad alta, calles estrechas y no demasiada plazas. La principal, la Plaza Vieja, en una cota más alta que la calle Gombitto por la que se accede. En ella se sitúa el Palazzo de la Ragione en cuya “loggia”  encontramos un reloj solar en  meridiano, tan amado en la época barroca,  de los que hay una muestra en El Escorial y que se utiliza para poner en hora los múltiples relojes de la colección real. La “loggia” hace de vestíbulo a la estrella de la ciudad, la capilla renacentista Colleoni, colindante a Sta. María Maggiore, apabulla la profusión de su decoración en mármol policromado, en su interior está el mausoleo de Colleoni y los frescos de la cúpula de Tiépolo.

La iglesia del s.XII en piedra, sobria al lado de la capilla, volumétricamente es de gran interés, en apariencia está hecha por adicción con un claro predominio del románico lombardo, magnífica la torre y la portada del ábside, precedida por un pórtico bizantino apoyado en unos expresivos leones. El interior es magnífico, todo él pintado al fresco, al punto que algunos murales, en apariencia del s.XIV, los tapan con toda soltura con muebles de desecho. En ella está enterrado Donizetti.

En su lateral, una joya, la Sta. Cruz, un sobrio templo octogonal en apariencia más antiguo, oscuro y severo con una volumetría rotunda, está cerrado, rodeado por una pasarela  a media altura. A  la vuelta una plaza que es un mirador sobre el valle. La comida en una “tavola calda” que siempre es una buena elección, una heladería y una pastelería para comprar Polenta Osei un dulce bergamasco, que será el postre de la cena.

Temprano a Turín, nos habían avisado que era complejo llegar a la casa en la que nos alojaríamos en Colle Madalena, una de las colinas que forma el telón de fondo de Turín, ya en Moncalieri. Gracias al itinerario de google y después de mil vueltas y revueltas llegamos a la casa que habíamos alquilado, casa de arquitecto para sí mismo, o sea estéticamente muy bien y para la vida cotidiana….la compra guiada en el pueblo de al lado, una calle larga, muy italiana.

A la mañana siguiente a la descubierta, primero descubrir un aparcamiento, la señalización italiana, un mundo para un español, enfrente del castillo, no es un mal comienzo. De allí la oficina de turismo, para aprovisionarnos de múltiples folletos, de dudosa utilidad, en ella una persona muy amable deseosa de practicar su español. Está en la plaza del Castello y allí está el Palacio Madama, el castillo vestido por Juvara para placer de la reina, para que llegase a su palacio como correspondía a su categoría.

El castillo medieval se sitúa en el borde de la ciudad romana, con su cardo y decumanus aún visibles tras el paso del tiempo, resistiendo a la magnífica traza de una ciudad barroca por excelencia, que en su crecimiento no pudo resistirse a continuar sus ejes en un ensanche ortogonal en el que palacios e iglesias se insertan con naturalidad dando paso a las plazas: Castello, San Carlo, Carignano, acompañadas las calles por galerías y espléndidos soportales, altos y espaciosos que permiten la vida de relación, la tertulia relajada, observando los escaparates que llenan la mirada. Dicen que hay 18km. de soportales, lo que debe ser una respuesta a las inclemencias climáticas de una ciudad situada en las estribaciones de los Alpes.

La primera visita fue al Madama, de Juvara solo es la primera crujía que acoge la grandiosa escalera de dos tramos laterales, un edificio elegante, esbelto al tiempo que horizontal como corresponde a su autor. El edificio es un museo, esencialmente de artes decorativas, que guarda múltiples tesoros, entre los que destacan el Retrato de un caballero de Mantegna  y “El libro de las horas del duque de Berry”. En este momento hay una exposición temporal, visualmente muy atractiva, en torno al acto de comer, vajillas, complementos, mesas puestas a la moda de distintas épocas. El edificio se ordena temáticamente, desde una sala dedicada a la pintura medieval, organizando el recorrido en base a un ascensor incrustado en una de las torres, en su cima  se observan unas hermosas panorámicas de la ciudad.

La siguiente visita es a San Lorenzo, su fachada se oculta en un edificio civil, es de Guarino Guarini, se trata de una iglesia del S.XVII, que me tenía fascinada desde los tiempos escolares con su cúpula estrellada, una tracería árabe, soporte y refuerzo estético al tiempo, no solamente es interesante al cúpula  sino el conjunto espacial, su planta centrada  está definida en un octógono  mientras que el altar se sitúa en una elipse, es barroca al límite frente a la delicadeza de su cubierta.

San Lorenzo es una de las treinta iglesias que se asientan en el centro de la ciudad y que han sido restauradas  dentro de un amplio programa para crear un área cultural urbana, donde la interacción entra la arquitectura de calidad, el sistema de museos y eventos puedan ser el pistoletazo para el desarrollo a largo plazo de Turín.

image033No es cuestión ver todas, y no lo hicimos, pero  después de la parada en un herbolario de maderas oscuras que albergaba cientos de cajas con misteriosas  hierbas y donde obtuve una mezcla para dormir bien, un magnífico regalo: el santuario de la Consolata,  con una planta torturada, complejísima y resuelta con maestría, en donde Guarini también tuvo ocasión de lucirse, exteriormente no dice mucho, la sobriedad del paisaje urbano es parte de la identidad de la ciudad , pero le acompaña un “campanile” lombardo con su fina tracería de ladrillo oscuro.

Si se va a Turín hay que ir a la capilla del Santo Sudario, atrás dejamos una de las puertas romanas de la ciudad. La Sindone, es una austera capilla dentro de la catedral, en la que también interviene Guarini, pero aún después del tiempo transcurrido desde le incendio no se puede ver la cubierta en ondas superpuestas, escondida tras los andamios. Para entonces ya tocaba comer, a destiempo, en una oscura pizzería con unas riquísimas porciones de pizza. Por supuesto después el Palacio Real ya estaba cerrado, al igual que la exposición de Lempicka y los jardines, que sospechamos están en restauración, pero en el Polo real, así se denomina e conjunto, quedaba la Biblioteca  Real, una hermosa pieza, con sus vitrinas repletas de joyas bibliográficas, un espacio separado para investigadores. Silenciosa y tranquila como corresponde.

De allí  a ver la Mole Antonelliana, símbolo de la ciudad y visible desde cualquier lugar, en el se sitúa el museo Nacional del Cine, que no vimos, pero sí los carteles recortados con sus silueta que lo preceden, en la que cada año se hace una exposición denominada That’s a Mole! que la precede en su acceso.

Ya solo quedaba tomar un helado en Garibaldi, la calle comercial por excelencia, eje del damero romano y su paralela que conduce a la Piazza Savoia,  de unas hermosas proporciones rodeada de soportales y la blanca arquitectura clasicista de calidad a la que nos íbamos acostumbrando. Para rematar el Café de San Carlos, en la plaza del mismo nombre, un café decimonónico de arañas y espejos en donde degustar los célebres cafés y chocolates.

Un día después tocaba la joya de la ciudad, el Museo Egipcio, según cuentan el segundo después del de El Cairo. Es una colección muy didáctica, bien expuesta y variada, en el que destacan los Libros de los Muertos, las tumbas de Merit y Maya,  los sarcófagos de todas las épocas muy bien documentados, o las grandes esculturas de todos los periodos. Una colección creada a base de una inteligente política de adquisición de piezas a partir del siglo XVIII, un equipo de buenos arqueólogos creando escuela, y el museo como resultado. Lo más espectacular, por la escenografía de su presentación, diseñada pro Dante Ferretti, tres veces oscarizado, es una sala al final del recorrido,  reúne una espectacular alineación de esculturas que pasa desapercibida si no tienes cierto empeño.

A la salida un pequeño paseo por las plazas y en la de Carignano, el palacio que fue sede del primer Parlamento italiano, un inmenso edificio en ladrillo también de Guarini, en el que el material ayuda a sacar partido al lenguaje barroco, una portada ondulada al centro y dos alas simétricas, con un ritmo marcado por las ventanas recercadas con unas molduras con un modelado muy plástico.

Ir a Turín y no ver el Pabellón de caza de Stupinigi es como no hacer el viaje ya  punto estuvimos de no verlo, a quién se le ocurre buscarlo desde el interior de la ciudad y como única herramienta el magnífico folleto: Corona de Delicias que reúne todas las residencias de Turín y Piamonte que representan el poder político de los Saboya, organizado desde los palacios del poder, en torno al Palacio Real, vida de la corte, residencias de placer y veraneo real, más alejados, y lugares de devoción, pero ¡a quién se le ocurre! sin un mapa. Así que aviso al navegante, a la vista del dibujo de la portada coja la circunvalación para ir a cualquier sitio, se hacen muchos más kilómetros pero se llega directamente a Stupinigi, un espacio barroco tremendamente escenográfico, concebido por Juvara.

 Antes de llegar al palacio se crea un recorrido flanqueado por edificios militares, en apariencia, pero que también acogen las viviendas al servicio del palacio, luego se ensancha en una amplia plaza formada por dos semicírculos de distintas dimensiones para desembocar en otra octogonal a la que se abre  el palacio blanco que cierra la perspectiva, con un cuerpo coronado por un ciervo y dos alas rematadas con una balaustrada y sus florones, el eje se interna en el territorio en una larga perspectiva. Lo dicho, una obra característica de Juvara, pura escenografía. Las fachadas traseras son de ladrillo rojo sin revestir al igual que las edificaciones auxiliares y como acompañamiento calor y más calor.

A continuación, así contado casi parece una competición, el Palacio de Rivoli, un edificio militar medieval sobre una colina, al que Juvara debía dar suntuosidad con un encargo que no se llevo a cabo y que dejo una gran brecha entre el castillo y el edificio de la “Manca Lunga”, de gran longitud, que albergaba la pinacoteca ducal. Un proyecto de Andrea Bruno de los años ochenta del siglo XX  resalta la fisura, transformando el espacio en un proyecto contemporáneo, respetuoso con la ruina que acoge hoy el Museo de Arte Contemporáneo, una prestigiosa colección considerada la mejor de Italia y un referente europeo por sus exposiciones temporales. Dado el gran desnivel existente entre el centro histórico y el palacio se ha construido una escalera contemporánea bastante interesante integrada en el talud, una versión menor de la de Toledo. Allí nos pillo la noche descubriendo al gran vía que en línea recta le une con la Basílica de Superga y la triste historia de Mafalda  de Saboya.

Como estaba previsto al día siguiente abandonamos la ciudad para acercarnos a la Costa Azul, total 140km. hasta Niza, pero nadie nos aviso del túnel de Fréjus y la hora y media que invertimos en cruzarlo. Así que a  disfrutar de Grasse, la ciudad del jazmín y los perfumistas, presentes desde el siglo XVIII en la ciudad, que la novela de Süskind puso de moda. Cuenta con un centro histórico con una hermosa trama para recorrer a pie, una gran plaza Aux Aires lugar de mercado y antiguamente sede de los ”tanneurs”y un conjunto de espacios de interés articulados en torno a su catedral. Grasse está repleta de restaurantes y múltiples fábricas de perfumes y jabones, explotadas como centros de consumo, con bonitas tiendas y envoltorios preciosos donde todo es atrayente y te impulsa a comprar. Vimos el Museo Internacional de la Perfumería, didáctico, con áreas mejor resueltas unas que otras, en las que los materiales expuestos van desde la materia prima y su fabricación, a su valor social o cultural unidos a testimonios arqueológicos y una importante presencia del diseño en la presentación de los perfumes. Tiene un sabor decimonónico que se reproduce en un encantador Museo de Arte e Historia de Provenza instalado en una mansión burguesa.

De ahí a sufrir a Niza, no porque el recorrido por la costa no sea bonito, sino que  excesivamente volcado al turismo está repleto de gentes y coches, o el Paseo no mantenga su condición de lugar de encuentro, pese a haber sufrido una agresión considerable por las nuevas edificaciones en los últimos años, el Negresco permanece incólume, como baluarte del pasado. Pero su masificación queda muy lejos de lo que le hizo famoso a principios del S.XX cuando los grandes duques rusos paseaban allí. La pesadilla, el tráfico y el ruido y el coche que no hay posibilidad de abandonar sino es a kilómetros de la Vieja Niza, donde se produce una bulliciosa vida nocturna, excesivamente multitudinaria para ser disfrutada, una cena agradable enfrente del Palacio de Justicia y luego caminata nocturna por el Paseo de los Ingleses, disfrutando de la noche, ya mas callada, y de los edificios representativos bien iluminados, contándonos lo que nos íbamos a perder por ser turistas apresurados, desde el Palacio Lascaris a la Galèrie des Ponchettes o el Museo Massèna, empeñados en poner en relieve la importancia del Paseo para Niza, con tres exposiciones de las que sin duda la más interesante sería: “El paseo de los Ingleses o la “invención de una ciudad”. El Negresco ofrecía “art decó” que visto lo anunciado parecía más ligera y apropiada a la época y a las artes decorativas que la adornaron, que la de la Fundación March de este invierno pasado toda oscuridad y pesantez.

Puestos a elegir para la mañana siguiente ganó Chagall a Matisse, mereció la pena el paseo por los espléndidos palacetes a medida que íbamos subiendo, el propio Museo sustituye a uno de ellos. La exposición temporal gira sobre al “Bahía de los ángeles y Marc Chagall” cuadros que el pintó en un lugar en el que fue feliz y que además le permitió ver en vida su Museo, construido para alojar sus escenas de la Biblia. Magníficos los cuadros, llenos de color y de sus figuras predilectas. Un buen proyecto para el museo que las acoge, la  obra es de André Hermant y está acompañada por un jardín mediterráneo.

De ahí a Vence, una ciudad tradicional francesa, bien cuidada y muy turística, con una sucesión de placitas, en las que ofrecen una comida apetecible pero….ya se sabe….quien llega tarde… tiene que conformarse con lo que hay, el ambiente es relajado. En la Plaza….pasando bajo un arco una feria de papel antiguo y llega la perdición, quién se puede resistir. Así que cuando llegamos a Saint Paul de Vence, el objetivo del viaje, la Fundación Maeght se había esfumado, bueno no del todo, lo importante era el edificio de Sert y al menos por fuera pudimos apreciar la ligereza de la cubierta y su contraste con los muros de ladrillo y las esculturas mayores del jardín.

El pueblo una auténtica fiesta, una galería de arte aquí y otra al lado, tiendas gourmet, de diseño, espacios mil veces incorporados a la memoria de los cinéfilos, algún elemento tradicional de gran interés como los lavaderos y las fuentes. Pero lo mejor el bullicio del recorrido de la Calle Mayor desde la Plaza nueva al cementerio en el que está enterrado Marc Chagall , pasando por al Gran Fuente y la Placette y reamtar con el  paseo por la muralla para contemplar el paisaje, Saint Paul está en la cima de una colina, lo que la hace terriblemente fotogénica. Hay que perderse por las callejuelas hasta llegar a la Iglesia Colegial, para acabar disfrutando de la organización de una cena con baile que preparaban los vecinos, Francia en estado puro.

Costeando camino de casa, sin bañarnos en la Costa Azul, Cap Ferrat, vistas magníficas, en un recorrido paisajístico de primer orden, dado lo quebrado de la costa, pintada hasta el infinito con miles de matices de color,  disfrutando de la puesta de sol y de las primeras luces, con la bahía de Niza al fondo, la de los ángeles. Permanece bajo el cielo azul y la luz vibrante esa atmósfera que envolvía a las vanguardias que pusieron de moda la Costa Azul y su pueblecitos encadenados a pequeñas playas y calas, un territorio físico y humano que Echenoz describe espléndidamente en “Ravel” y que nos lleva a entender a aquellos artistas que no eran más que un reflejo de la realidad circundante que se les escapaba  o de la que escapaban, eso sí, juntos.

 Luego sobrepasar Montecarlo, insufrible, una inmensa discoteca desde los túneles, eso sí hacer el recorrido del Gran Premio y comprobar cómo los coches de lujo y sus propietarios salen todos juntos y se saludan en el gigantesco y ruidoso atasco. La Costa Azul no es para el verano.

Al día siguiente, por supuesto cualquier veraneante que se precie no madruga y nosotros no lo hicimos, Aosta y su trazado romano estaban al lado, pero como no, caímos en una trampa el único jardín del que me habían hablado, el de  Reggia di Venaria estaba tentador en el camino y allá fuimos, con la intención de ver el parque, que no el palacio del s.XVII y donde Juvara dejo alguna de sus mejores piezas, pero hay que priorizar.

El palacio es de grandes dimensiones, predomina el ladrillo pero también aparecen grandes paños blancos en una cuidada restauración. El palacio debió sufrir de manera importante durante la Segunda Guerra Mundial y en lo que al jardín respecta han resistido la tentación de reconstruirlo, manteniendo eso sí las trazas, el gran estanque y las ruinas de los que debió ser la grandiosa fuente de Hércules. Estamos ante un jardín moderno en el que la intervención de Giussepe Pennone: “El jardín de las esculturas fluidas”  va haciendo un recorrido sutil, con actuaciones mínimas, juegos de agua, maderas, árboles modificados, piedras bien situadas; “land art” en estado puro que en nada interfiere con el jardín barroco, además hay una buena pieza de Giovanni Anselmo,  uno de los líderes del “arte povera” enfrentado a la Escudería Grande.

Han construido la rosaleda, que nunca lo fue, aunque si estaba prevista en el trazado original, incorporado mobiliario contemporáneo para perezosos y una sorpresa al caer en una de las alas de la rosaleda, convertida en teatro para representar  “Il falso convitto”, ¡quién se resiste a la sugerencia! Así que al pueblo a por un bocadillo, sentados al fresco en la calle para diversión de los vecinos que andan de paseo. Reggia di Venaria es un pueblo barroco proyectado  a finales del S.XVII, con una calle lineal que se inicia con un exedra y se remata con otra y una gran plaza central, en la que se sitúa el ayuntamiento y la iglesia. Según se recorre no se puede evitar pensar en Carlos III y los poblados de colonización de Despeñaperros, incluso en la arquitectura.

De vuelta al teatro “Il falso convitto” es un montaje acerca de a sostenibilidad alimentaria, en la que un coro de frutas transgénicas cantan un aria, el agua nace de cascadas de plástico, los productos se comen la energía al trasvasarse de un continente a otro y los espectadores después de ser liberados del rococó que no barroco babero con el que han degustado el “convitto”, ser convenientemente asados y etiquetados con un código de barras para ser devueltos al mundo real. Una parodia deliciosa si no fuese por la gravedad de lo que  expone.

Y de nuevo a retomar el camino hacia Aosta, un hermoso valle que no disfrutamos flanqueado por altas montañas y a cada paso por las fortalezas que desde la Edad Media protegen la entrada en territorio piamontés. Aosta mantiene la huella de su trazado romano, entramos en su calle principal desde un arco romano y nos desplazamos en un ambiente de montañeros disfrutando del fin de la jornada en medio de un aguacero. Una gran carpa acoge una interesante feria de artesanía montañesa e impide la visión de la gran plaza, en origen, supongo, el foro. De nuevo el entretenimiento nos pilla desprevenidos y ya disfrutamos de la ciudad con las primeras luces, lo que viene a ser que habrá que volver en otra ocasión.

La siguiente salida es hacia el Norte y la primera parada Chambèry, una ciudad que es posible que contase con un buen centro histórico pero el objetivo era ver al Mediateca de Mario Botta, un centro cultural de grandes dimensiones, muy característica del arquitecto, con las fajas grises y rosas, volúmenes rotundos, por los que el tiempo pasa muy mal, falto de mantenimiento e inmerso en una contaminación elevada, al menos en apariencia. No pudimos entrar ya que al ser lunes todos los espacios, incluida la biblioteca, estaban cerrados.

Anneçy  la siguiente parada, es el paradigma de la masificación turística, pintoresco y muy bien conservado, las flores están por todas partes, es tremendamente atractivo. Sus casas de todas las  épocas bordean los canales hasta llegar al lago y el gran parque que le da frente, lo curioso es que, pese al gentío, se tiene la sensación de un veraneo apacible, lo que debió ser el origen de su fama, acompañada por la cercanía de Ginebra, nuestro destino final, adonde llegamos a media tarde.

Paseo por el lago y foto en el reloj floral, la ciudad antigua, la “raclette” en una terraza y vuelta por los escaparates de Louboutin y demás compañía junto con todas las marcas de relojes que con sus neones coronan los edificios y puntúan el borde del lago. Atravesamos la isla de Rousseau, donde está la sede del Ballet de Ginebra, en un edificio curiosamente rehabilitado, desgraciadamente no hay actuación dada la estación, y comprobar cómo el lujo en coches, restaurantes y ropas viste la ciudad. Dormimos en nuestro hotel de Cristal al lado de la estación, un confortable lugar en que como su propio nombre indica los tabiques d cristal disminuyen al mínimo la construcción para aprovechar el espacio.

Ginebra  como objeto de viaje era un lugar de peregrinación, se trataba de volver a la Universidad, un  lugar en el que un curso de francés podía ser la expresión de un verano feliz, situada en un gran parque y enfrentada al Muro de los Reformadores con Calvino al frente. Se trataba de repetir un itinerario, luego no tenía cabida un museo. Eso sí un lápiz de Caran d’Ache en la preciosa plaza de Bourg-de-Four y porque no la última novela de Fred Vargas, comprada en lo que parecía una librería de viejo y una sorpresa la Capilla de los Macabeos en la catedral de San Pedro, la primera iglesia en al que yo escuche un concierto.

La salida camino de Chamonix, eliminado la autopista ya que no habíamos comprado la pegatina, no es más que un cambio en la continuidad de la calle, ahora estoy en Suiza  ahora estoy en Francia. Por fin el Mar de la Glace, un aparcamiento gigantesco y cientos de coches. Se sube en un tren cremallera que permite disfrutar del paisaje y de los ciervos que se acercan curiosos a ver quien sube hoy. El Mar de la Glace, un glaciar en movimiento, es la historia de nuestro fracaso y del imparable avance del cambio climático, el que yo pise en su día hoy prácticamente ha desaparecido en el fondo del valle y lo más grave es que en los diez últimos diez años ha descendido el doble que en los diez anteriores. Hay unas cuevas excavadas en el hielo, cuatrocientos peldaños más abajo que nos permiten observar la textura y el color del hielo, la iluminación y alguna talla pretenden banalizar el tema.

En cualquier caso el paisaje de los Alpes es grandioso, difícil de describir por su variedad y escala, desde agujas a picos redondeados, desde l primer mirador un teleférico permite llegar de nuevo a la estación donde excursionistas-turistas conviven con escaladores expertos que preparan la próxima jornada esperando el último tren de la tarde.

De comida una hamburguesa ¡Qué se le va a hacer! Chamonix es un atractivo pueblo de montaña, con su calle mayor para pasear, tiendas de montaña y  de recuerdos y un buen montón de  restaurantes, en los que si sirven espléndidas “raclettes” frente a la mezquindad de Ginebra, tiendas de gourmet, donde hay miles de quesos y embutidos para completar la despensa. La vuelta en la oscuridad, bajo la protección de las fortalezas del valle de Aosta.

Después de dormir bien y desayunar mejor en la inconsciencia de aquellos que ignoran que es “ferragosto” y sus consecuencias, una fiesta no oficial pero que todos siguen entusiásticamente y si preguntas ¿es fiesta? contestan no y te miran asombrados por la pregunta y tu sin comida y lo más grave sin gasolina, menos mal que se han inventado las autopistas. Vamos a la región e Asti, la región vinícola de los barolos y los barbarescos. Paramos en el mercado semanal de Asti, el pueblo con el encanto italiano característico, unas espléndidas iglesias y apacible como corresponde al primer día de “ferragosto”, la compra: cebollas, berenjenas “sfumatas”, es decir, blancas y malvas y tomates olorosos, de clases diversas  y en cantidades inmensas, donde elegir es más una cuestión de acertar.

A partir de ahí hectáreas y más hectáreas de viñedos como una marea de viñas bien alineadas ocupando todas las laderas hasta donde se divisa el horizonte. Las viñas en espaldares y los racimos bajos, casi pegados a la tierra  limpia y aireada, algo que debe tener algo que ver con la recogida. La primera parada Canelli, en donde hay un museo de vino pero además unas cuantas bodegas abiertas al público, cuevas abovedadas declaradas Patrimonio de la Humanidad. Una magnífica comida con un buen vino blanco, nos libramos del espumoso y la visita a la bodega Cappo, toda una experiencia a partir de la historia de la familia, con un uso escenográfico de la luz muy bien reforzada paro al música y unos audiovisuales de una belleza a veces serena a veces saltarina, como el vino que en ellas se cría. Una buena colección de esculturas, una salda de instrumentos vinculados al vino y una explicación precisa de como se va haciendo el vino, con una cata al final y la compra de un buen vino para la cena.

Nuestro recorrido Monferrato, Serralunga  de Alba, Barolo, pero visto lo visto cualquier pueblo de la zona merece la pena para pasar la tarde, aún bajo un calor aplanador. Apenas ahora, ya en Madrid en la exposición de Constant, descubro  que en Alba se realizó, a iniciativa de Aldo Van Eyck, un congreso del Movimiento Internacional para  una Bauhaus Imaginista, al que se incorpora Constant una figura clave junto con Debord, al que conoce allí, del situacionismo. Alba es un buen lugar para inventar la “psicogeografía” y la técnica de la deriva, allí nace también el “urbanismo unitario” que rechaza la lógica de la sociedad de consumo, posible embrión de las “slow cities” que aparecen más tarde en la zona.

El viaje se va acabando y es Turín quien lo ocupa, primero Lingotto, la antigua Fiat, remodelada por Rogers y convertida en un centro comercial convencional. La estrella es el circuito de pruebas de coches en la cubierta y la sede de la Fundación Agnelli, un edificio ligero, bien insertado en la cubierta y una colección mínima que, ciertamente no merece la visita, apenas diez,  doce cuadros: Balla y el mito de la velocidad, dos Canalettos y un magnífico Modigliani, una de sus mujeres en reposo y cuadros menores impresionistas, entre los que destaca una colección de obras de Matisse de pequeño formato.

Último recorrido por Turín, bajo su cielo blanquecino muy bien descrito por Natalia Ginszburg cuando se refiere a Nieztche: “Murió durante el verano. Nuestra ciudad, durante el verano, está desierta y parece más grande, clara y sonora, como una plaza, el cielo está límpido pero no es luminoso, tiene una palidez láctea, el río se devana, liso como una carretera, sin desprender humedad ni frescor…”la cita la recoge un libro perfecto para conocer Turín:”La inmensa soledad” de Frédéric Pajak, en el que las vidas de Nieztche y Pavese y una breve incursión en Chirino son la excusa para hablar y describir la ciudad y al tiempo ofrecernos unos precisos dibujos que la van recorriendo de lejos y de cerca.

Dejamos Turín desde la Plaza de San Carlos, de nobles proporciones, bordeada de soportales y con una homogeneidad de arquitectura que le confiere una gran serenidad reforzada por el eje, la Vía Roma  que desde la Piazza del Castello la atraviesa hacia la Piazza Carlo Felice en el Sur, flanqueada por las iglesias, no idénticas, de Sta. Cristina y San Carlo Borromeo, la misma solución que en la Piazza del Poppolo, sólo que aquí prevalece la ortogonalidad frente a la dramatización del tridente romano, esa plaza torturada, del barroco del orden al barroco del exceso.

image145

La salida hacia la joya final, a través de la Vía Po, más soportales que llega al río y la cruza hasta la Piazza de la Gran Madre di Dio, pasando por la Piazza Vittorio Veneto, una plaza de enormes dimensiones, animadísima de noche, sin dudar un lugar de moda.

La basílica de Superga está en la cima de una colina, llegamos al atardecer, lo que daba una luz especial. El edificio de Juvara, domina toda la llanura del Po, es un templo de planta centrada, muy alto, precedido por un pronaos de esbeltas columnas, se remata con una cúpula a la que subimos y no se puede perder la impresionante vista alargada hasta el castillo de Rivoli. Desde arriba se aprecia mucho mejor la geometría que define el edificio y su implantación en el terreno.

No queda más que insistir en que para viajar lo más importante es preparar bien el viaje, vivíamos en Moncalieri y no habíamos ido a Moncalieri,  un pueblo más, pues la verdad es que situado en un alto coronado por un castillo, más fortaleza que palacio pese a la intervención de Juvara, que no podía faltar, el pueblo se desarrolla aprovechando la topografía con una arquitectura discreta, pero con alguna pieza de interés como el convento del Carmelo y una plaza irregular en pendiente que se centra en el Ayuntamiento y de despedida un “prosseco” en un café pueblerino con mobiliario “chill out”, después de verificar la existencia de un restaurante apetecible al que ya no habría ocasión de ir.

Al día siguiente termina el viaje en Milán,  tan escaso el tiempo que solo permite la visita a la catedral y las galería Vittorio Emmanuele, San Ambrosio cerrado, los horarios italianos son imposibles, al menos para los españoles pero nada impide disfrutar de su volumetría bajo la lluvia.